Antiguamente, no existían los refrigeradores. Había en las casas un artilugio llamado heladera que, esencialmente, era un mueble recubierto de aislamiento térmico, al que se le introducían barras de hielo que refrigeraban los alimentos guardados en su interior (y claro, la cerveza es un alimento). Producir hielo en esa época era una actividad industrial, fuera de las posibilidades domésticas. Así, todos los días venía un señor que traía una barra de hielo que se metía en la heladera, en una escena que se repetía en miles de hogares.
Todo el mundo compraba hielo, todos los días, y el negocio del hielo seguía su curso.
Pero en realidad, no era hielo lo que necesitaba la gente, sino que... frío.
El hielo era sólo una forma para entregar frío a los clientes que lo necesitaban. Hasta que aparecieron los refrigeradores domésticos y las familias se encontraron con que podían adquirir una máquina que les proveía del frío que necesitaban de forma eficiente, cómoda y barata. Estos aparatos no sólo no necesitaban hielo para funcionar, sino que incluso estaban en condiciones de producir su propio hielo.
A nadie le sorprendió que las ventas de hielo, antes un producto de primera necesidad, cayeran estrepitosamente. La industria del hielo colapsó, y sólo sobrevivieron unas pocas productoras que se dedicaron a satisfacer necesidades especiales que no podía cubrir la refrigeración doméstica.
Sin embargo, aún en medio del colapso, a nadie se le ocurrió la absurda idea de declarar ilegal el hecho de fabricar hielo en casa o de perseguir a aquellas industrias que comenzaban a fabricar los refrigeradores domésticos.
El mercado del hielo había desaparecido y la industria que giraba entorno a él había cumplido su ciclo. Por mucho tiempo proveyó un servicio útil a la sociedad, y en ese proceso había servido como fuente de trabajo a mucha gente. Pero el servicio había quedado obsoleto en el nuevo contexto tecnológico, y los proveedores de hielo reconvirtieron su negocio, o simplemente se dedicaron a otra cosa.
El paralelo con la industria discográfica (y con otras industrias de distribución de cultura) no es difícil de ver.
De la misma manera que la gente no quería realmente hielo, sino frío, no son discos los que el público quiere, sino... música.
Mientras el único soporte para la música fueron los discos (genéricamente hablando), no había forma de conseguir música de otra manera. Pero los computadores, los reproductores digitales y, por supuesto, la internet, cambiaron el paisaje tecnológico, desvinculando a la música de aquel, inevitable soporte.
Hoy, la música puede codificarse y transmitirse fácilmente sin necesidad de un soporte físico, y cada vez son menos los que quieren comprar discos y por muy buenas razones: son incómodos de adquirir y almacenar, ocupan espacio, se rayan, se pierden, se los roban, y un largo etcétera. El formato digital es mucho más eficaz, cómodo y barato. Tal como el refrigerador puso a quienes antes compraban hielo en condición de producirlo, la computadora pone en manos de las personas la posibilidad de producir su propia música, duplicarla y distribuirla.
De la misma forma en que ocurrió con el hielo, nadie debe sorprenderse de que le empiece a ir mal a una industria que produce algo que ya nadie quiere comprar.
Sin embargo, a diferencia de la industria del hielo, las discográficas se niegan a aceptar que su función social se acabó, y en vez de reconvertir su negocio, en vez de buscar de qué manera ofrecer su producto de modo que la gente quiera comprarlo, prefieren hacer lobby ante nuestros legisladores para obligar a los consumidores a entregarles su dinero, independientemente de si quieren hacerlo o no.
Es hora de repensar el modelo de distribución cultural. Mientras la producción industrial de libros y discos era la única alternativa viable, dicho sistema puede haber tenido su justificación, pero había (y aún hay) un problema muy importante,
el control corporativo acerca de cuáles expresiones culturales son difundidas, y
cuáles no.
Un mercado de la música con bajos costos de producción y sin corporaciones, (independiente) puede resolver este grave inconveniente, permitiendo el surgimiento de una cultura más diversa, en la que las expresiones locales tengan mejores posibilidades de ser conocidas y de ser difundidas.
Durante mucho tiempo hemos dejado la difusión de la cultura en manos de las corporaciones, tal vez porque no sabíamos cómo o no teníamos los medios para hacerlo. Hoy ése escenario ha cambiado, y ya es hora de que recuperemos la cultura para toda la sociedad.
VIA: fundación vía libre
La cultura quiere ser libre
Publicado por
andres moreno nail
on jueves, 12 de marzo de 2009
etiquetas:
cultura contemporánea,
derechos ciudadanos
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